Hacía mucho no interactuábamos, más que alguna que otra frase linda y unos abrazos a través de esos telegramas modernos, no habíamos compartido un rato juntos. Empezamos la conversación con los típicos “disculpame” y los “no he tenido tiempo” que usa la gente grande para no hacerse cargo. Nos sentamos cerca de un árbol, era robusto y no muy perenne, por la época, por supuesto. Noté, cuando, poniendo el pie en un hueco de su tronco, me invitaste a subir, hacía un tiempo no lo hacíamos, pero… “bueno dale! hoy puedo”… entonces te seguí, fue una sensación tan excitante. Ibas rápido, un poco torpe como sos, hasta que te alcancé y nos sentamos en una rama, alcanzaste algunas de las pocas flores que quedaban y me adornaste el casco, con lo bien que te sale; yo riéndome, que también me sale bien, te dije que parecía ese chiflado del que habla la canción de Astor… “esa que tanto me gusta”… “ah si” asentiste mientras te fijabas por dónde ir. Entonces me adelanté y me fui más alto, me agarraste del pie para que te esperara mientras subías. Seguí con un poco más de gracia que vos, pero con la misma ansiedad encubierta, hasta cansarnos de trepar y hablar, entonces decidimos, tácitamente, contemplarnos. Luego de un momento, uno de esos instantes eternos, emprendimos el descenso, habías mirado ese maldito aparatejo que marca el tiempo, “se hacía tarde” dijiste. Yo bajé más apresurada, como siempre, no me gustan mucho las alturas, y mientras te deslizabas cuidadosamente por los retoños del gigante, te miraba y pensaba… que lindo es irnos por las ramas juntos!